LA DANZA DE ROCÍO


Él observaba su danza. Sus pies recorrían las baldosas que ya conocía de memoria. Equilibrios de cristal y pocillos a medio servir. Le hipnotizaba mirarla a escondidas. Cuando lo sabía despistado, justo después de comer. Y ahí empezaba el ritual. Antes de que se diese cuenta ya estaba ella deslizándose en la cocina.

Había intentado adelantarse a ese momento de mil formas. Aumentando el ritmo de masticado, saltándose el postre preferido de ella, incluso disminuyendo paulatinamente la dosis de su comida. Pero el hambre le provocaba mal humor y el mal humor casi un despido. Sin embargo ella, no se sabe como, siempre se las arreglaba para realizar su coreografía de limpieza.

Quizás fue esa una de las cosas que lo enamoró. No el hecho de que se adelantara a sus ojos. Era esa manera de moverse. Invisible pero presente, frescura de agua de manantial. Ella era líquida y en cada paso iba perdiendo una gota de pureza. Él, poseído por su danza, las recogía todas, como perlas de rutina.
Pero como más le gustaba mirarla era en soledad, cuando no se sabía estudiada y realizaba su baile de sirena.

A Rocío y Nacho

La porteria invisible



El balón trazaba una parábola infinita en aquel lugar decorado con la imaginación infantil. En las alturas, una pareja de críos dibujaba jugadas perfectas entre castillos de hormigón y grietas tapadas con masilla, de espaldas en todo momento a los ojos surcados por las estrecheces de la vida. El recorrido de ese balón suspendido en el aire gracias a una patada certera creaba metáforas con la velocidad del viento y deseos efímeros. La esperanza por salir de ese cuadro del destino estaba pintada en los límites de cuatro postes inventados.