
Él observaba su danza. Sus pies recorrían las baldosas que ya conocía de memoria. Equilibrios de cristal y pocillos a medio servir. Le hipnotizaba mirarla a escondidas. Cuando lo sabía despistado, justo después de comer. Y ahí empezaba el ritual. Antes de que se diese cuenta ya estaba ella deslizándose en la cocina.
Había intentado adelantarse a ese momento de mil formas. Aumentando el ritmo de masticado, saltándose el postre preferido de ella, incluso disminuyendo paulatinamente la dosis de su comida. Pero el hambre le provocaba mal humor y el mal humor casi un despido. Sin embargo ella, no se sabe como, siempre se las arreglaba para realizar su coreografía de limpieza.
Quizás fue esa una de las cosas que lo enamoró. No el hecho de que se adelantara a sus ojos. Era esa manera de moverse. Invisible pero presente, frescura de agua de manantial. Ella era líquida y en cada paso iba perdiendo una gota de pureza. Él, poseído por su danza, las recogía todas, como perlas de rutina.
Pero como más le gustaba mirarla era en soledad, cuando no se sabía estudiada y realizaba su baile de sirena.
A Rocío y Nacho