El espectador del Sarela



A Troski no le gustaban los parques. Su reino era esa casa vieja al final del río, donde el agua se llevaba los ruidos y no había can que fuese a molestar sus posaderas. A Troski lo que realmente le atraía era sentarse en esa ventana y ver pasar los ciclistas, los corredores, los niños, los mayores, todo aquel que se atreviese a cruzar por ese puente de piedra impregnado de humedad. Era su feudo enmarcado en una verja roída, una cárcel paraíso con seguro de acción. No gruñía a nadie, la fauna humana del río era su manada. Tampoco su cola acompasaba la llegada de los viandantes. Impertérrito, Troski estaba orgulloso de ser una pincelada más de una pared acuosa, el máximo espectador que guardaba los secretos de un río llamado Sarela.

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